domingo, 28 de noviembre de 2010

El cuento del domingo


Dino Buzzati (1906-1972)

Siete plantas

Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padeciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí... –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente...
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien...
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor...
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.

Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona.
–Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba
–Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños... Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.

De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los "casi sanos".
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más "grave" de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había "empeorado" ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente...
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.

Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles... Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar... si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo...
–Pues diga, diga, doctor...
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la...
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja...
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la "moral"; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus "méritos", incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir...
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.

En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los "condenados", vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.

Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada... Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo... ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.



Dino Buzzati nació en Belluno el 16 de octubre de 1906.Escritor y periodista italiano.Trabajó durante casi toda su carrera para el diario Corriere della sera.

Conocido por sus cuentos, en los que suele mezclar elementos fantásticos o de ciencia ficción, sus novelas beben de influencias kafkianas, con enrevesadas situaciones y grandes dosis de desesperación.

Dentro de la obra de Buzzati habría que destacar El desierto de los tártaros (1940), que gozó de gran éxito a nivel internacional y fue llevada al cine en 1976 por Valerio Zurlini.

Dino Buzzati murió en Milán el 28 de enero de 1972.


Dino Buzzati. Relatos. Traducción Javier Setó
©1996 Alianza Editorial S.A., Madrid, España

foto y texto:estafeta

jueves, 25 de noviembre de 2010

Reinventando el libro de bolsillo: 145 gramos que plantan cara al e-book

La idea llega de Holanda.Volúmenes literalmente de bolsillo con unas medidas que recuerdan a ejemplares típicos de miniaturas

Un "librino" abierto, con el texto apaisado: el secreto para ganar espacio.

Un librino abierto, con el texto apaisado: el secreto para ganar espacio.foto.fuente:elmundo.es

En tiempos de debate del libro electrónico, una idea se propone seguir reinventando el libro de papel. La idea llega de Holanda: Dwarsligger, aquí "librino". Volúmenes literalmente de bolsillo con unas medidas que recuerdan a ejemplares típicos de miniaturas. Es lo mismo, pero diferente. El formato apaisado sirve para ganar espacio y, al final, cabe todo en 145 gramos -con una letra igual o mayor que la habitual de edición de bolsillo- en 8 por 12 centímetros. Tapa dura incluida.
[foto de la noticia]

Abiertos guardan a primera vista cierta semejanza con los lectores de tinta electrónicos. "Es una manera de reinventar y reforzar el libro de bolsillo, que resulta clave para el sector editorial en el contexto de la crisis. El ebook es otra de nuestras apuestas de futuro y también estamos trabajando en ese sentido", explican desde Ediciones B, que estrena su nueva colección librinos con gran acogida de los libreros.

Según explican, la tirada inicialmente prevista era de 12.000 por título, pero se ha aumentado hasta 20.000 por demanda de las tiendas.

La apuesta de esta editorial nace con la conversión a tamaño "librino" de seis 'bestseller' variados: novela histórica ('Africanus', de Santiago Posteguillo), novela romántica ('Postdate: te quiero', de Cecelia Ahern), thriller ('El psicoanalista', de John Katzenbach)...

Completa la primera tirada 'Entrevista con el vampiro', de Anne Rice y 'El invierno en Madrid', de C. J. Sansom.

"Las ventajas de los Librinos son su tamaño, su peso y la comidad de lectura. También son más ecológicos al tener menos papel que un libro convencional", explican desde ediciones B, una de cuyas editoras, Marisa Tonezzer, descubrió los "librinos" holandeses en la feria de Turín. Y añaden: "La idea nos entusiasmó porque es tan sencilla, sorprendente y práctica que es inevitable preguntarse: ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?"

domingo, 14 de noviembre de 2010

El cuento del domingo

Julio Cortázar, Maestro de maestros del cuento contemporáneo.
Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Escritor argentino que fue un renovador del género narrativo, especialmente del cuento breve, tanto en la estructura como en el uso del lenguaje. Aunque nació en Bruselas, vivió en París la mayor parte de su vida -ciudad en la que murió- y en 1981 se nacionalizó francés, como protesta ante la toma del poder de las diferentes juntas militares en Argentina, es un autor argentino plenamente integrado en la literatura hispanoamericana. Nació en Bruselas, pero sus padres se trasladaron pronto a Buenos Aires. Estudió en la Escuela Normal de Profesores y fue profesor de Lengua y Literatura francesa en varios institutos de la provincia de Buenos Aires, y más tarde en la Universidad de Cuyo. En 1951 consiguió una beca para realizar estudios en París y ya en esta ciudad pasó a ser traductor de la UNESCO, trabajo que desempeñó hasta su jubilación. Un rasgo importante de su vida es que a raíz de un viaje que realizó a Cuba, invitado por Fidel Castro, se convirtió en gran defensor y divulgador de la causa revolucionaria cubana, como años más tarde haría con la Nicaragua sandinista. Mantuvo, a lo largo de su vida, un compromiso político activo, sobre todo en defensa de los derechos humanos. Formó parte del Tribunal Russell II que, en 1973, juzgó en Roma los crímenes llevados a cabo por las dictaduras latinoamericanas. Resultado de esta actividad fue su libro Dossier Chile: el libro negro. Viajero impenitente e intelectual abierto, fue uno de los protagonistas del boom de la literatura latinoamericana. Estos escritores consiguieron, a través de sus encuentros literarios y conferencias en diversos foros tanto de Estados Unidos como de Europa, sus relaciones con editoriales, sus colaboraciones con la prensa europea, un reconocimiento internacional para su obra, que, sin renunciar a sus raíces culturales, se universalizó tanto en temas como en estilos. Así, lo que empezó siendo un lanzamiento editorial de una nueva narrativa se convirtió en una presencia renovadora constante de la literatura, debido, por supuesto, a la calidad de las obras. Gran parte de su obra constituye un retrato, en clave surrealista, del mundo exterior, al que considera como un laberinto fantasmal del que el ser humano ha de intentar escapar. Una de sus primeras obras, Los reyes (1949), es un poema en prosa centrado en la leyenda del Minotauro. El tema del laberinto reaparece en Los premios (1960), una novela que gira alrededor del crucero que gana un grupo de jugadores en un sorteo, y que se va convirtiendo a lo largo del relato en una auténtica pesadilla. El Cortázar de los cuentos ha creado escuela por sus propuestas sorprendentes, su aprovechamiento de los recursos del lenguaje coloquial y sus atmósferas fantásticas e inquietantes que pueden emparentarse con las de los relatos de su compatriota Jorge Luis Borges. El ritmo del lenguaje recuerda constantemente la oralidad y, por lo tanto, el origen del cuento: leídos en voz alta cobran otro significado. Lo curioso de estos relatos es que el lector siempre queda atrapado, a pesar de la alteración de la sintaxis, de la disolución de la realidad, de lo insólito, del humor o del misterio, y reconstruye o interioriza la historia como algo verosímil. Entre las colecciones de cuentos más conocidas se encuentran Bestiario (1951), Las armas secretas (1959), uno de cuyos relatos, El perseguidor, se ha convertido en un referente obligado de su obra; Todos los fuegos el fuego (1966); Octaedro (1974), y Queremos tanto a Glenda (1981). Entre el relato y el ensayo imaginativo de difícil clasificación se encuentran Historias de cronopios y de famas (1962), La vuelta al día en ochenta mundos (1967) o Último round (1969). También escribió algunos poemarios como Presencia (1938), Pameos y meopas (1971) o Salvo el crepúsculo (póstumo, 1985). Siguiendo la tradición inaugurada por Edgar Allan Poe, Cortázar ha escrito breves ensayos, como Algunos aspectos del cuento, en el que establece las diferencias entre novela, que implica varios acontecimientos en sucesión, y cuento, un acontecimiento principal que sirve de núcleo alrededor del cual se articulan las acciones del personaje y todos aquellos elementos significativos que, como la metáfora, el símbolo o las referencias a determinados objetos o situaciones, anuncian al mismo tiempo que, creando pistas inciertas o ambiguas (origen de la tensión del relato o intriga), ocultan el desenlace. Aplicando la terminología del boxeo, Cortázar dice que la novela gana por puntos y el cuento por knock-out. Insiste en la necesidad de condensación y en que no hay temas importantes y temas insignificantes: cualquier tema, aun el más trivial (y para demostrarlo cita los cuentos de Chéjov), puede volverse significativo gracias a un buen tratamiento literario. Ejemplo de ello es el cuento Continuidad de los parques, en el que un hombre está leyendo una novela que narra cómo conspiran una mujer y su amante para matar al marido, que resulta ser el señor que lee la novela. Además de la constante de la mezcla de realidad y ficción, aparece aquí la figura del lector que, a su vez, es personaje del texto que lee. La llamada mise-en-abîme (la narración que contiene a su vez otra narración) es uno de los recursos tradicionales que Cortázar enriquece con su perspectiva más contemporánea. Rayuela (1963), la obra que despertó la curiosidad por su autor en todo el mundo, compromete al lector para que él mismo pueda elegir el orden en el que leerá los capítulos: de manera sucesiva o siguiendo un esquema de saltos que el autor ofrece en el comienzo del libro, pero que no excluye -al menos hipotéticamente- otras alternancias posibles. Rompiendo de este modo con toda pauta convencional de linealidad narrativa y sugiriendo que el lector haga una incursión personal en el libro, Cortázar propone lo que la investigación lingüística y literaria ha llamado desconstrucción del texto. Al mismo tiempo, los discursos literarios, filosóficos, políticos y hasta eróticos que se insertan en la novela se corresponden en gran medida con cuestiones heredadas de la literatura del absurdo, concretamente de autores como Franz Kafka y Albert Camus. Se trata de representar el absurdo, el caos y el problema existencial mediante una técnica nueva. El autor pretende echar abajo las formas usuales de la novela para crear una narración basada en una especie de ars combinatoria infinita por la cual se generan las múltiples lecturas capaces de articular la trama, la intriga, los personajes, el desdoblamiento autor-narrador (dualidad que, sin duda, remite una vez más a Cervantes como creador de la novela moderna) y hasta la reconstrucción de la cronología. Él mismo ha declarado que quería superar el falso dualismo entre razón e intuición, materia y espíritu, acción y contemplación, para alcanzar la visión de una nueva realidad, más mágica y más humana. Al final de la novela, en oposición a la novela clásica o tradicional, quedan interrogantes sin resolver: nada se cierra, todo está abierto a múltiples mundos. Cortázar llevó después estos planteamientos estéticos a su novela 62 / modelo para armar (1968), obra que toma su nombre del capitulo 62 de Rayuela, que no se lee si se sigue el orden fijado por el autor. Con el trasfondo político de la situación latinoamericana y de la vida de unos exiliados en París, pero con las mismas inquietudes wliterarias, publicó en 1973 El libro de Manuel. Fuentes: biográfica: EL PODER DE LA PALABRA - http://www.epdlp.com/. foto y texto: www.quedelibros.com

viernes, 12 de noviembre de 2010

Debaten si Internet acabará con la era de la palabra escrita

Cultura y arte son pensados y vistos en relación a las nuevas tecnologías

Tecnología Led.Una obra de Leo Nuñez que reflexiona sobre la tecnología baja, propia de Latinoamérica.foto.fuente:Revista Ñ

Quinto encuentro que se realiza en el Centro cultural San Martín de Buenos Aires

En el principio fue la palabra. La oral, no la escrita: la voz tronante del Hacedor del Génesis y, también, la del narrador de la tribu colmando los ojos de los oyentes con los relatos de la extrañeza del mundo, las peripecias de la comunidad, los cantos del dolor y del placer. Luego, llegó la escritura y su dominio se extendió por toda la tierra, y los variados matices de la lengua quedaron enclaustrados en tablillas, papiros y palimpsestos y, mucho más tarde, en rígidos libros escritos y pensados para doctos y letrados. Del probable retorno a ese mundo de riqueza oral de la mano de las tecnologías digitales disertarán los investigadores académicos convocados para participar del seminario "El paréntesis de Gutenberg" que, en el marco de la quinta edición del encuentro Cultura y Media-Entre tiempos, que organiza el Ministerio de Cultura porteño se hace hasta el domingo en el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551).

El tecno-futuro llegó hace rato , incluso para el periodismo gráfico: la entrevista con Alejandro Piscitelli –filósofo, experto en Nuevos Medios y encargado de la curaduría del encuentro junto a su colega franco-canadiense Hervé Fischer– se realizó en videoconferencia vía "Skype". Con Fischer, en tránsito de Montreal a Buenos Aires, por mail.

La tesis que estructura el encuentro es que los últimos 500 años de dominio del texto impreso han sido un interludio en la historia del mundo oral. Internet, Google y todos los actuales dispositivos high-tech estarían orientando el futuro hacia una sociedad nuevamente regida por la comunicación oral .

Dicho por Piscitelli, autor de Nativos Digitales (2009), resulta más nítido: "La tesis del paréntesis gutenbergiano tiene ya unos cuantos años, está asociada a algunas ideas de Marshall McLuhan y, básicamente, sostiene que la mente letrada, a la que consideramos propia de cultura occidental, está ligada por un lado a Gutenberg como inventor de la imprenta, pero más que a éste al surgimiento del alfabeto".

Según Piscitelli, la idea de este paréntesis roza varias cuestiones: qué ocurrió en el pasaje de una cultura oral a una escrita; por qué fueron los griegos los primeros en tener ciencia y filosofía; cómo esa cultura letrada se volvió masiva recién con la irrupción de la imprenta y qué pasó con ese universo oral eclipsado por los textos impresos.

En la actualidad, estaríamos a las puertas de una neooralidad , en la que el conocimiento ya no se encuentra monopolizado por el libro, sino que es accesible a través de Internet, las computadoras y la inteligencia en red. Una instancia que podría pensarse como "un tiro de gracia" para la cultura letrada.

Por su parte, Fischer no teme disentir con su cocurador: "Piscitelli dice que Google es la imprenta del siglo XXI y tiene razón. Pero es una continuación de Gutenberg, muy poderosa, pero no una ruptura.

Necesitamos lo escrito y la oralidad.

Me parece superficial y hasta ingenuo considerar hoy a Gutenberg como un paréntesis. Estamos viviendo más su cumplimiento, su plena realización. Nos convendría apostar a una amalgama entre lo digital y una cultura de contenidos, de racionalismo crítico", postula.

El seminario permitirá especular hacia dónde se encamina el arte en su cruce con la tecnología digital. Fischer, experto en este tema, deplora la futurología: "El progreso es una problemática tecnocientífica y humana muy significativa, pero no tiene sentido en el campo del arte. Además, la principal virtud de lo digital es su acceso masivo, pero su debilidad es su fugacidad. Hoy estamos creando una cultura digital líquida, sin memoria", cerró marcando la contradicción.

Holdengraber:"Si los libros de papel se mueren, será muy despacio"

Paul Holdengraber es director de programas de la Biblioteca Pública de Nueva York


Paul Holdengraber, director de una de las más grandes bibliotecas del mundo.foto.fuente:abc.es


Se define como agitador de lectura.
-Sí. Cuando llegué a la biblioteca, hace cinco años, me pidieron que la oxigenara. «Ya sabes -me dijo el presidente-, tenemos dos leones ante el edificio. ¡Quiero que rujan!». Y me empeñé en que una institución con tanto peso, con 52 millones de libros, sirva a la gente para cambiar su vida.
-Desde entonces no es una biblioteca al uso.
-Porque invito a casi todo el mundo. En estos días a Angela Davis y Toni Morrison, a Keith Richards de los Rolling Stones... Y también han pasado por aquí escritores españoles como Javier Marías o Antonio Muñoz Molina.
-¿Son tertulias a lo grande?
-Lo que quiero es que la palabra cambie a la gente. ¡Tú no te puedes hacer cosquillas a ti mismo! Pasamos un tiempo infernal delante de un ordenador y necesitamos tener conversaciones de tú a tú donde se puedan palpar la ironía y las sutilezas.
-¿Más españoles han toreado en su ruedo?
-Ferran Adrià. Y disfrutó mucho. Lo único malo es que en esa ocasión me invitó a su restaurante y dos meses después ya no había restaurante.
-¿Son necesarios estos «happenings» para que las bibliotecas no mueran en la era digital?
-Es verdad que la gente ya no lee de la misma manera. Pero yo digo que el mundo digital y el de papel pueden vivir juntos. Y muy bien.
-¿Hasta cuándo? La evolución es vertiginosa.
-A quien me habla de esto le recuerdo lo que dijo Paul Valéry: que el futuro ya no es lo que era. ¡Cambia siempre! Lo que nunca va a cambiar es la pasión de saber, porque es muy excitante, casi un afrodisiaco. Para mí, leer es una pasión privada, pero yo hago que durante un rato se haga pública. Así cuando Norman Mailer estuvo aquí con Günter Grass (fue la última vez que Mailer habló en público) la gente vino y después se fue a su casa a leerlo. Y escuchar al escritor cambia en buena medida la experiencia que tienes de sus libros.
-Encuentros con los autores aparte, leer en una biblioteca también es de por sí diferente.
-Naturalmente. Porque leemos en un espacio. Proust dijo en su ensayo «Sobre la lectura» que el libro es importante, pero el sitio donde lees también. Y como le molestaba tanto que su madre le interrumpiera con «¡Marcel, a comer!», decidió leer cuando todos estaban durmiendo. Y en un espacio público como una biblioteca también cambia la experiencia. «Oyes» a otras personas leyendo.
-¿Los e-books (libros electrónicos) están ya zampándose a los de papel en Estados Unidos?
-Ya Amazon vende más e-books que libros, pero creo que el futuro no hace que lo importante desaparezca. Yo soy un poco un dinosaurio y me gusta la experiencia táctil de los libros, tocarlos. Y hay negocios editoriales que desaparecen, pero otros crecen. Recibo cincuenta libros nuevos al día. Si los libros de papel se mueren, será muy despacio.
-Pero las bibliotecas pueden terminar convirtiéndose más en espacio para bibliófilos que para lectores en general.
-Nunca una biblioteca ha sido para todo el mundo. Ahora ha cambiado la manera en que tenemos acceso al conocimiento, pero no cambia ese momento magnífico en el que un libro te da placer.
-Dieciocho millones de visitantes al año. ¿Quizá porque la institución en la que trabaja se ha convertido. además. en atracción turística?
-Puede. Y la conversión, ya sea religosa o a la lectura, no les sucede a todos. Pero esta biblioteca es también un lugar en el que la gente se siente en su casa. Hay turistas, naturalmente, pero hay mucha gente que viene aquí porque es un tercer pulmón para ellos, otra manera de vivir.
-En todo caso, al que entra intenta captarlo.
-Siempre. Me considero una especie de «intelectual público» y estoy convencido de que un libro puede cambiar tus contingencias y la manera en la que ves el mundo.

Desde el ágora del siglo XXI

domingo, 7 de noviembre de 2010

El cuento del domingo

A partir de hoy y todos los domingos se publicarán cuentos cortos, breves, brevísimos, minificciones, microcuentos. Por el placer de degustar un excelso texto literario que hace honor a la más sublime imaginación de los autores
Roberto Rubiano.Escritor colombiano.foto:tallerliterario.org.fuente:Antología de cuentos cortos.

Für Elise

Desde que bajé del autobus comencé a escuchar los acordes del piano. Los escuché mientras daba vuelta a la manzana buscando la entrada de la mansión.
En el sendero del jardín escuché, con mayor intensidad, los arpegios, las escalas y los bemoles. Entonces vi por primera vez a la señora Elisa. Estaba de pie, junto a la puerta de la casa con los brazos cruzados. Parecía estar de mal humor por mi demora.
Me había contratado para que le hiciera un retrato al óleo. Mientras me conducía al estudio de pintura, pasamos por desolados aposentos recargados con adornos coloniales, utensilios de cerámica prehispánica, cuadros de pintores contempráneos, bibliotecas con todas las partituras de Beethoven y los libros de la enciclopedia Británica. Sin embargo en ningún lugar había un ser humano.
Ella parecía habitar solitaria ese extenso jardín que ningún pie hollaba, esa colección de muebles donde nadie descansaba, esos salones que permanecían vacíos. Entonces pasamos junto a la puerta de la sala de música. Me detuve un instante a ver al anónimo pianista que tocaba con los ojos cerrados, mientras deslizaba sus dedos por el teclado con una facilidad envidiable. El músico abrió los ojos y regresó a mirarme suplicante, como un condenado a muerte en espera de un milagro.

En ese instante la señora Elisa dio dos golpecitos en el piso con su zapato y me hizo seguirla hasta un estudio situado al norte de la casa donde me aguardaba el caballete. Era un lugar agradable con una claraboya por donde entraba la luz de la mañana.
Abrí mi estuche con los óleos, los pinceles, la paleta y olvidé al pianista cuya música continúo sin interrupciones hasta el anochecer.

Trabajé todo el día en el retrato. Doña Elisa posaba frente a mí en silencio, cosa que agradecí, pero a medida que avanzaba, escrutar su impenetrable rostro resultaba cada vez más difícil.
No me dió respiro ni siquiera para comer y a las seis de la tarde me llevó al dormitorio de huéspedes.
El pianista venía en ese momento por el corredor y escurrió un papel entre mi mano sin que la señora Elisa lo notara.

Sentado en la cama leí el mensaje. Era escueto y alarmante, contenía cinco palabras: Estoy atrapado, ayúdeme por favor.
A la mañana siguiente, mientras escuchaba la primera sonata del día, traté de encontrar algún sentido a esa nota de auxilio. Al poco rato vino la señora Elisa a buscarme para continuar mi labor.
Cuando pasamos frente a la sala de música, doña Elisa cerró la puerta. Me pareció escuchar un error en la interpretación, pero tal vez fue sólo imaginación mía. En todo caso fue lo último que percibí antes de ser encerrado en el estudio de la torre norte, rodeado de pinceles, óleos y lienzos, bajo la hermosa claraboya por donde todas las mañanas entra la luz del sol.
Esto sucedió hace algunos años. Sin embargo lo recuerdo con toda nitidez porque desde entonces no he hecho otra cosa que intentar satisfacer a doña Elisa, sin éxito. Y pintar y pintar esclavo de este caballete, escuchando, a toda hora, una sonata de Beethoven interpretada por otro esclavo.


Roberto Rubiano
Bogotá, 1952. Narrador, fotógrafo y realizador. Sus libros más recientes son: Cincuenta agujeros negros (2008), Necesitaba una historia de amor (2006) y Alquimia de Escritor (2006). Ha publicado otros tres libros de cuentos: Vamos a Matar al Dragoneante Peláez (1999), El Informe de Gálves y otros thrillers (1993), Gentecita del montón (1981), la novela El anarquista jubilado (2001), dos novelas cortas para lector juvenil: Una aventura en el papel (1988) y En la ciudad de los monstruos perdidos (2002), y el libro de poemas Relato del peregrino (2005).
Obtuvo en dos ocasiones (1981 y 1993) el premio nacional para libro de cuentos. En el 2001 obtuvo (entre 8.000 cuentos participantes) el premio nacional de cuento corto otorgado por el diario El Tiempo de Bogotá. En 1991 el Premio Nacional de cuento Gobernación de Caldas y en 1975 el Premio Nacional de Cuento Diario del Caribe, de Barranquilla.

jueves, 4 de noviembre de 2010

La conversación

Un claro ejemplo del triunfo del vicio, cuando se dirige con inteligencia y se redime con un poco de virtud...

La conversación: intercambio intelectual de los salones europeos.foto:fuente:revistaarcadia.com

Cuenta Benedetta Claveri en un estupendo libro llamado La cultura de la conversación, cómo en las primeras décadas del siglo XVII nació en Francia un espacio laico, algo así como una "arcadia inocente donde olvidar los dramas de la existencia", llamado simplemente monde. El término monde no aludía simplemente a lo terreno, por oposición a lo divino, sino a una realidad social muy clara, en la cual un pequeño grupo de personas, de la nobleza, por supuesto, se reunían para dedicarse al ejercicio de la conversación.

Fue el comienzo de los famosos salones de París. Algunos recordarán la película Les Liasons Dangereuses(Relaciones peligrosas), basada en la novela epistolar de Choderlos de Laclos de 1792, que recrea ese mundo y las deliciosas perversiones de la comedia social parisina. Eran los tiempos del Ancien Régime. Un mundo que desapareció con la guillotina de la Revolución Francesa.

Fue una maravillosa mujer, la Marquesa de Ramboulliet, la primera en rebelarse ante una vida de sociedad que giraba solo en torno a las aburridas fiestas de la corte, y en abrir las puertas de su casa, el Hotel Rambouillet, para inventar el primer salón literario francés.

Claro que se burlaron de ella y de sus seguidoras. De la cursilería de aquella farsa de buenos modales y refinada conversación. Moliere mismo escribió Las preciosas ridículas en su honor.

Pero lo cierto es que eran las mujeres, en esa sociedad mundana prerrevolucionaria, quienes establecían las reglas del juego. Tenían un enorme poder, y en ese teatro que tantos han caracterizado después, los hombres y las mujeres vivieron un tiempo de igualdad y compenetración de los sexos único en toda la Europa de ese entonces.

La duquesa de Longueville, la marquesa de Sablé, la de Sevigné, Madame de Lambert y Madame de Tencin, entre tantas otras, abrieron las salas de su casa a los grandes intelectuales de la época, y se inventaron la conversación intelectual. Y con ello renovaron la lengua francesa. Pero hicieron mucho más que eso.

La escritora y mecenas de las artes Ninon de Lenclos fue "un claro ejemplo del triunfo del vicio, cuando se dirige con inteligencia y se redime con un poco de virtud", como la describió un contemporáneo en su funeral.

Fue la célebre Madame de Stäel, autora de Delphine, una novela que aboga por la libre elección del amor en un tiempo en el cual todo matrimonio era cuestión de conveniencia social, quizás la más deslumbrante de todas. En las librerías se puede encontrar, publicada por Lumen, una nueva traducción de su libro Diez años de destierro, en el que narra cómo Napoleón la expulsa de París y censura sus libros, porque no podía tolerar la idea de que una mujer se metiera en asuntos políticos. Madame de Stäel fue una mujer francamente excepcional. Su salón fue un mítico lugar de encuentro de inteligencias. Introdujo en Francia a los románticos alemanes (Goethe y Schiller), se separó de su obligado marido y vivió con su amante. En un principio apoyó los ideales de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre, pero luego, ante los horrores del terror impuesto por los revolucionarios, se fue a vivir un tiempo a Inglaterra.

Lo que este editorial quiere recordar es que la historia de la mujer no ha sido sólo la de la resignada opresión. Que ha habido épocas en las que las mujeres han enarbolado con un poder extraordinario las banderas de la alta cultura a la que, paradójicamente y liderada por figuras masculinas, le ha costado un enorme esfuerzo histórico aceptarlas como iguales.

Pero ellas no fueron solamente las osadas precursoras de la libertad de la que hoy todas las mujeres burguesas del mundo gozan. Lograron algo mucho más profundo y revolucionario. Madame de Stäel le dijo a su marido que no podía vivir sin sus amigos, y que una conversación animada e inteligente le era indispensable. "La clase de bienestar que ofrece una conversación animada –escribió en De Alemania- no consiste precisamente en el argumento sobre el que se habla, ni las ideas ni los conocimientos que se pueden desplegar constituyen el principal interés, sino cierto modo de actuar unos sobre otros, de agradarse recíprocamente y con celeridad, de hablar en el mismo acto de pensar ...". Pasarían dos siglos antes de que Carl Jung dijera que el encuentro entre dos personalidades es como el contacto entre dos sustancias químicas: si hay reacción, las dos se transforman.

Y lo que subyace en estas dos afirmaciones paralelas es que el arte de la conversación propiciada por las mujeres, ese cuidar del otro, darse la palabra, saber decir y saber escuchar, es también el principio de la verdadera amistad intelectual (¿existe otra?). Ese abrir las puertas de la propia casa para que los amigos vengan a conversar, de ocurrencias, de chismes, de anécdotas, de sentimientos, ha afectado de manera directa la historia de la producción de las ideas que conforman el itinerario de la cultura occidental. Vaya por Dios si eso no es poca cosa.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La poesía según Google

El buscador ha desarrollado un traductor de poesía que aspira a alcanzar la forma perfecta
Un usario, navegando en el buscador de Google.foto.fuente:abc.es
Si la poesía es una de las artes más elevadas, su traducción es el secreto de ese arte, la llave que permite al lector entrar en el universo de emociones del escritor. Valgan aquí una vez más las palabras de Robert Frost, en las que afirma que «la poesía es aquello que se pierde en la traducción». En otro alarde de poderío técnico, Google aspira a lograr lo hasta ahora (casi) imposible: traducir de forma automática cualesquiera textos poéticos que caigan en sus virtuales manos.
El buscador presentó hace poco menos de un mes en una conferencia en Massachusetts un software que permite traducir poesía y que funcionaría de forma similar a su bien rentabilizado traductor. El ingeniero Dmitriy Genzel, padre junto a Jakob Uszkoreit y Franz Och de la poética criatura, ha sido el encargado de dar a conocer en la Red (la política de comunicación de Google es tan críptica como sus algoritmos) las virtudes de la «Poetic Machine Translation» (Poética de Traducción Automática). Genzel reconoce que fue por «mera curiosidad académica por lo que nos propusimos poner a prueba los límites de la traducción poética», para después afirmar que los resultados del experimento fueron «gratamente satisfactorios».
Un experimento que, siguiendo la senda investigadora de Douglas Hofstadter, defensor de la forma poética en la traducción «para mantener el sentimiento y la musicalidad», llevó a los ingenieros de Google a «sacrificar un poco la precisión en la traducción para conseguir la forma poética correcta». El software desarrollado por Google se opondría así a la corriente de Vladimir Nabokov, histórico partidario del significado de los versos frente a la métrica y la rima. Pero tanto Nabokov como Hofstadter pensaban, sin duda, en un traductor humano, capaz de ponerse en la piel del poeta e interpretar para el lector sus sentimientos... nunca en una máquina. Con humildad de ingeniero superdotado, Genzel reconoce que «la traducción de poesía es una tarea compleja para los seres humanos y claramente lejos del alcance de cualquier sistema automático actual», por lo que se «limitaron» a investigar los retos puramente técnicos de la generación de traducciones con rima fija y sistemas de métrica.
Incredulidad y escepticismo
El resultado es una máquina sistemática de traducción estadística que aún no está online, pero que además permitiría convertir cualquier texto en poesía y cuya «inteligencia» es tal que hasta decidiría qué género le sienta mejor a los versos seleccionados. Unas aspiraciones sólo propias del gigante Google y que provocan incredulidad y escepticismo entre poetas, traductores y editores españoles. Así, Pepo Paz, responsable de la editorial Bartleby, considera que «Google es un "gran hermano" que nos vigila y somete» e imagina que «detrás de todo esto se haya su empeño por digitalizar el universo de los libros en todas las lenguas posibles». Paz no cree posible que puedan traducir automáticamente un poema, opinión también sostenida por Manuel Rico, poeta y editor, quien vincula este intento con Google Books, pues «ir a las sutilezas de la poesía es imposible con una máquina».
Pero lo cierto es que, como apunta el poeta Eduardo Jordá, (su último libro, «Pero sucede», está publicado en Renacimiento) no deja de sorprender que se hayan tomado en serio la tarea de traducir poesía. «Dicen que van a ser capaces de respetar el metro y la rima, pero ¿y qué pasa con la música, con la entonación? La poesía —la buena poesía— alcanza la mayor capacidad evocativa y asociativa del lenguaje humano y no creo que un algoritmo inventado por Google haya conseguido descifrar su misterio». Habrá que esperar a ver para creer.

iPad y libros digitales se impondrán sobre las bibliotecas

Enrique Serrano reflexiona sobre el impacto del aparato en el quehacer de escritores y lectores

Los iPad ya están en marcha, y sus efectos también.foto.fuente:eltiempo.com
La vida de las bibliotecas (sobre todo de las personales) y los viejos libros empolvados se verá pronto ferozmente afectada por la presencia desafiante de verdaderos acervos virtuales, casi inagotables, llenos de ventajas y perfectamente transportables; nadie puede negarse a la evidencia de sus virtudes ni pretender cerrar los ojos ante el cambio que suponen e imponen, un avasallante principio de sustitución agresiva que, como tantos otros, tiene lugar ante nuestros ojos, sin duelo alguno y de manera inconsulta.

Es la alternativa ante la trajinada y costosa pesadez de las viejas herramientas de sabiduría, hoy despojadas de su antigua grandeza.

La nostalgia va llenando el campo de los lectores tradicionales, con sus rituales y sus supersticiones. Los jóvenes miran por encima del hombro tales gestos de rigidez, tales rebeldías inútiles ante el paso del tiempo y el avance de las más audaces tecnologías.

Los viejos se cimbran, sin saber exactamente qué es lo que están perdiendo, y que nunca recuperarán.

Las glorias de un pasado que no necesariamente fue mejor harán creer a la mayoría especializada y ultraocupada que este cambio era, como todos los demás que han llegado en cascada, necesario y conveniente y, en verdad, lo será para casi todos.

Pero el dolor sordo que quedará adentro de los lectores de antaño -y su inútil resistencia-, quedará como prueba de que hubo un largo tiempo en el que los libros, los verdaderos, forjaron a generaciones enteras y fueron la semilla de tantos cambios.

En fin, va surgiendo un mundo inimaginable para el propio Gutenberg o para el editor veneciano Aldo Manuzio.

El mundo -literalmente descarnado- de los libros limpios y sin papel, hechos en pocos días, versátiles y variados. Redactados en todas las lenguas y traducidos en pocas semanas desde las lenguas más disímiles, llegan como regalo o como "ñapa" de promociones por la compra del iPad. Porque el contenido es lo que sobra, el complemento, nunca más, la esencia.

Y eso, a pesar de lo que pueda decirse -con mucho de corrección política- sobre el valor intrínseco del saber, que parece palpitar ahí, pero, por desgracia ya no palpita, y que se ahoga rápidamente en las densas mentes de los jóvenes.

Los iPad vienen a comprometer aspectos sutiles de la vieja lógica del gusto, de la elección, de la vitalidad que los libros de marras llevaban consigo.

Hay en cada aparato miles de ellos, producidos en serie y sobre medidas, abordando todos los temas, completamente fungibles, y "dotados" de una horrorosa caducidad.

Se amontonan en hileras invisibles, se guardan solos, se clasifican sin apenas darnos cuenta, no hacen bulto y, por tanto, y aún tratando de no sufrir por ello, no nos conmueven como aquellos de "carne y hueso", de papel y tinta, que, a cambio, estaban dotados de una presencia efectiva, muchas veces invasiva y pesada, pero irremediablemente dulce.

El iPad permite, además, intervenir en aspectos formales y definitivos de la naturaleza del libro, los mismos que los viejos lectores simplemente aceptábamos de buena gana, como producto de la ya caduca manera de editar.

Cada lector hace su edición y le imprime el realismo respectivo, a su manera, despojándolo de algunas de su odiosas o maravillosas características, pero deshaciendo el libro en sí mismo: el texto queda, el libro desaparece.

Se acabó la excusa de que la letra es muy chiquita o muy confusa. Se acabó también la excusa de que no hay modo de cargar con tantos libros.

Ahora, los problemas son otros, y los desafíos que suponen el oficio de leer, y sus enseñanzas, están atravesando barreras invisibles a toda velocidad, sin que sepamos con claridad hacia dónde vamos.

Pero el vacío que queda detrás de todo esto es grande y difícil de asimilar. El iPad lleva consigo otros muchos retos que yacen en la penumbra de sus innegables cualidades.

La pertinencia del objeto es virtual, y sus cualidades ya no pueden medirse con los cánones que usamos durante siglos. La publicación significa otra cosa desde ahora, puesto que desaparece el editor, al menos en el viejo sentido del término, para situarse en el infinito.

Esa omnisciente cualidad de factótum imprescindible es tal vez el secreto de que no se sienta un afecto inmediato por el contenido, sino por el instrumento, que termina por hacerse un fin en sí mismo.

El iPad llena muchos espacios para lectores del futuro, pero desocupa muchos para los lectores actuales y deja despoblado el horizonte del capricho, de la deliberada despreocupación lectora, si pudiera llamarla así, en la que los libros iban apareciendo "ellos solos", ligados a memorables asuntos de la vida, y no como productos de la mera voluntad de leer.

Es aquello lo que se echa en falta, esa extraña materialidad de objetos vivientes, que los vinculaba con nosotros como sujetos vivientes, lo que produce una cierta melancolía, un sentimiento de pérdida profunda, un mutismo irremediable.

Por otra parte, la veloz difusión de conocimiento ha variado hacia un campo intangible, en el que la parte sustituye al todo. Como el iPad, la mayor parte del saber de hoy es indescifrable, y tiene sus propias reglas, de las que a duras penas podemos aprovechar una pequeña parte, una esquina, un vértice escogido al azar.

Como el iPad, seguirá su propio rumbo y su lógica sin que podamos decir algo sobre su dirección, su contenido o sus especificaciones, ni elegir de manera certera la precaria dirección que pretendíamos darle a la vida a través del saber.

Será siempre más cómodo dejarse llevar, y creer de buena fe que la cantidad de libros y de información son las virtudes esenciales de nuestra nueva biblioteca virtual. Y, claro, la calidad también será algo diferente, acomodada dentro del sistema de ventajas previsibles.

En fin, sea justo decir que la cuestión del iPad no es como para volverla un drama insufrible; no podemos quedarnos en aquello de aferrarnos a los engorrosos libros tan amados, cada día más remotamente situados en un pasado casi abstracto.

Un día no lejano será preciso cerrar para siempre sus lomos ya gastados y ennegrecidos, y los ojos, para emprender valientemente la exploración de la biblioteca portátil, por otros caminos, y reinventar la conformación de un nuevo acervo, potencialmente infinito, que pese sólo seiscientos cincuenta gramos y que además nos obligue a leer varios periódicos, nos ponga música y nos levante por la mañana. Lo demás será silencio informático.

Entre las letras y la reflexión

Enrique Serrano es comunicador social y filósofo. Escribió 'La marca de España' y 'De parte de Dios' (relatos) y las novelas 'Tamerlán', 'Donde no te conozcan' y 'El hombre de diamante'. Máster en Estudios de Asia y África del Colegio de México, y en Análisis de problemas políticos y económicos.

Los 10 pecados que tiene el iPad (eluniversal.com.mx)

Gracias al iPad crece preferencia por libros electrónicos

martes, 2 de noviembre de 2010

Máquinas de la lectura

Son personas que devoran libros. Solo que unas prefieren tocar y oler el papel y las otras se han pasado a la tinta electrónica

Aurora y Ricardo comparten su afición por los libros. Ella ya no lee nada en papel. Él, sin embargo, no le encuentra la gracia al 'e-book'.foto.fuente: elpais.com

Si descorchamos un gran reserva, podremos beberlo en un vaso cualquiera o en una copa fina de cristal. Para muchos, el contenido, en este caso el vino, será lo que verdaderamente importe; mientras que para otros será el continente, es decir, la copa de cristal, la que realzará el valor del caldo.

Algo parecido sucede en la batalla entre libro tradicional y electrónico. Para muchos lectores, lo importante es el mensaje en sí, el libro, las letras que componen palabras, y las palabras que, una tras otra, van construyendo frases y capítulos de una novela, por ejemplo. Pero para otros no solo importa la propia lectura, sino cómo se lleva a cabo, el placer de tocar u oler el papel, de colocar un marcador en la página en la que lo dejamos la noche anterior, o de simplemente tener el libro como objeto, sobre la mesilla o en una estantería. Sí, porque queda muy bonito.

"Ahora llevo poquitos libros en el bolso, unos cien. Pero al principio me volví loca, compré una tarjeta de memoria de 4 Gb y llevaba como mil libros encima", explica Aurora Pérez de las Heras, que no es que esté loca o tenga un bolso del tamaño de una librería, sino que posee un libro electrónico o e-book de la marca Sony con una capacidad casi infinita y un tamaño y peso razonables: "Me lo regaló una de mis hermanas. No es como un libro normal. La textura, el encanto del papel, el volver atrás... No es igual, pero le compensa la comodidad. Es muy práctico. El primer mes devoré 15 libros", defiende esta madrileña.

Aunque Aurora lee sobre todo en el metro, de camino al trabajo y de vuelta a casa, también lo utiliza en el hogar; por ejemplo, en la cocina o en la cama: "Es fantástico. No pesa. Lo apoyas en cualquier sitio, no se te cae cada vez que pasas la página. Solo tienes que usar un dedo para avanzar", explica, al tiempo que hace un leve gesto con su índice sobre la pantalla. Y encima, subraya, la batería apenas se consume. A ella, que lo utiliza a diario y durante una hora y media, le dura una semana. A otros lectores les llega para un mes. Y es que las baterías de los libros electrónicos solo se gastan cuando el usuario cambia de página, pero nunca mientras está encendido, quieto, en una página concreta.

Ricardo Roncero es su marido, gran lector, siempre con un libro de bolsillo encima, pero con nulo interés en el nuevo formato: "He visto a mi mujer leyendo con el e-book, pero a mí no me gusta. No me proporciona ni la calidez ni el placer del libro tradicional. No es rechazo, sino indiferencia. Además, si pierdo un libro no pasa nada, voy a una librería y me lo vuelvo a comprar. Pero si perdiera uno electrónico o se me cayera, me llevaría un disgusto", imagina. "Poder llevar muchos libros en uno solo, como hace ella, es una sensación poderosa. Pero para mí, el placer que tengo yo de ir a una biblioteca o una librería, y quedarme leyendo o buscando un nuevo libro, no lo tiene ella. Me gusta el ensayo histórico, desde la época medieval hasta la II Guerra Mundial o el siglo XVIII en Francia. Es un tipo de literatura difícil de encontrar en formato electrónico", argumenta para no pasarse al e-book.

Curiosamente, para Aurora no es tan importante el placer de rastrear su próxima lectura: "Busco poco porque tengo un círculo de amistades que tienen e-book y me pasan muchos libros. Me los envían por e-mail. Son documentos pdf o Word que no ocupan nada. Se mandan con más facilidad que una fotografía. Calcula un mega por libro". Una sencillez y rapidez que facilita la piratería, más que con la música o las películas: "Cualquier loco de estos de Internet tiene más de 2.000 libros a tu disposición". Un estudio reciente de Attributor revela que en solo un año han aumentado en un 50% las búsquedas de libros piratas en el mundo. Y en 2009 se realizaron, solo en EE UU, nueve millones de descargas ilegales.

Más allá de la piratería, las ventas de libros electrónicos también aumentan cada año, a medida que personas como Aurora quedan seducidas por la tinta electrónica, que evita que la vista se canse, ya que carece de la luz artificial de las pantallas tradicionales. Hoy, Amazon ya vende más libros en formato electrónico que en tapa dura (143 por cada 100 el verano pasado). Cifras que quedan pulverizadas y anticuadas rápidamente. En junio, Amazon vendió 180 libros en formato electrónico por cada 100 en tapa dura, según la compañía. El aumento se debe no solo a la bajada del precio del Kindle, el reproductor de Amazon, sino a la entrada en el mercado del iPad, un producto que no es estrictamente un libro electrónico, ya que no utiliza el sistema de tinta electrónica, sino que es una pantalla iluminada, mejor, eso sí, para otras aplicaciones como pueden ser el vídeo.

Ya sea en papel o en pantalla, a los entusiastas de la lectura les une precisamente eso, el placer de leer. Entramos en la casa de Víctor e Isabel, en un ático de Vitoria, mientras suena una agradable música de fondo. En la terraza, aprovechan un domingo soleado y toman el vermú junto a sus familiares Cristina y Eduardo. En el hogar de este matrimonio de Vitoria hace ya tres años que entró el libro electrónico. A Víctor, un amante de la tecnología, le convenció Eduardo, que acababa de comprárselo. Adquirió su aparato en eBay y desde entonces apenas lee en papel. A su mujer no le ha entusiasmado nunca el invento. Tan solo ha leído dos libros y, aunque reconoce las ventajas del formato electrónico, sigue prefiriendo lo tradicional. "En vacaciones sí le veo utilidad. Es muchísimo más cómodo porque no tienes que cargar con un montón de libros en la maleta", explica Isabel.

Su marido pagó unos 200 euros, una inversión fuerte en un inicio, pero que ha amortizado de sobra. Si antiguamente gastaba entre 20 y 30 euros mensuales en libros, ahora no llega a la cuarta parte. "Yo entiendo todas las ventajas, pero tocar el papel, ver la carátula, una foto, un dibujo... prefiero el libro de siempre", subraya ella. Su marido ironiza simpático: "Claro, también era mejor el papiro...". Aunque luego, eso sí, reconoce que hay libros en papel que despiertan sentidos que un e-book difícilmente consigue: entonces saca el último recetario de Andoni Luis Aduriz y los alimentos parecen salirse del papel, de gran calidad. "Yo era de la opinión de que era mucho mejor el tacto del papel. Hasta que mi marido me dijo: 'Léete este libro y hablamos", intercede Cristina, la prima de Isabel. "Reconoció que es una gozada", recuerda Eduardo.

La batalla entre lo tradicional y lo novedoso se libra entre los pros y contras, como todo producto: la comodidad, la rapidez o el fácil acceso a millares de textos que permite el formato electrónico, a un lado. Al otro, el precio (cuestan a partir de 100 euros y hasta 450), un tacto distinto al papel y el hecho de que sea un aparato tecnológico (una barrera imposible para algunos).

Pero quizá la falta de espacio sea una de las mayores ventajas. Así lo cree Ernesto de Bustos, español en Addis Abeba (Etiopía): "En mi caso, la utilidad más evidente es poder llevar conmigo una biblioteca de cientos de libros". Mientras, en Bielefeld (Alemania) vive Jon, un donostiarra casado con una alemana, Steffi. Él, un lector relativamente reciente, siempre ha sido amante de todo tipo de aparatitos electrónicos. Y, claro, con la llegada del e-book no iba a ser menos: "Reconozco que leo más. Antes de comprarme el Kindle apenas leía. ¿Por qué ahora sí? Porque las personas somos unas frikis, nos gusta tocar los botoncitos", resume divertido. Y continúa: "Cuando voy a comprar un libro, no sé qué quiero leer, no tengo ni idea. Con el e-book, lo bueno es que te puedes descargar un sample en segundos, lees las primeras 10 páginas y si te engancha, entonces lo compras. Me parece útil". Mientras, su mujer tiene la mesilla llena de libros: "Sí, le encanta leer. Y los libros nos quedan muy bonitos en las estanterías".

¿Qué 'e-book' comprar?

Ya estamos convencidos de las maravillas del libro electrónico y queremos adquirirlo, pero ¿cuál? La elección dependerá de las prestaciones que busquemos y del bolsillo de cada uno. Los más baratos son el modelo sencillo de Kindle (reproductor de Amazon, con wifi y una pantalla de seis pulgadas) y el iLiber (el aparato de la web del mismo nombre). El precio del primero es de 100 euros, a lo que hay que añadir el IVA y los gastos de envío, por lo que el coste final ronda los 130 euros, idéntico precio que el modelo iLiber. A partir de ahí, la cantidad de modelos y precios es amplia. Otros Kindle (a partir de 170 euros, todo incluido), el Papyre (de 200 a 450 euros), los Sony (200 a 250 euros) o los Booq (150 a 280 euros) son algunos de los productos que se pueden encontrar en el mercado.